En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar
al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a mirar hacia el futuro, no de
nuestra vida, sino más allá, hacia el final de los tiempos, cuando se
instaurará de manera definitiva el reinado de Cristo. Es el culmen de la
esperanza cristiana, que no sólo se reduce a la vida junto al Señor después de
nuestra muerte, sino también a la venida de Cristo triunfante, que dará
plenitud a toda la Creación.
En las lecturas de hoy se hace referencia a este Reino. El profeta Daniel
ve “venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia
el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y
todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder
eterno, no cesará. Su reino no acabará” (Dn 7, 13-14). Es una visión mesiánica,
que se cumple e ilumina en Cristo. La lectura del libro del Apocalipsis, afirma que también nosotros participamos de
la realeza y sacerdocio de Cristo, pues al comprarnos con su sangre, nos
convierte en hijos de Dios y herederos del Reino, junto con Él (Ap 1, 5-6).
Pero sin duda la mención más explícita y comprensible del Reino de Dios se
encuentra en el Evangelio de Juan que escuchamos y meditamos este domingo: “Mi
reino no es de este mundo. Tú lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para
esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la
verdad escucha mi voz” (Jn 18, 33-37). Así explica Jesús a Poncio Pilato las
características de su reino cuando éste le pregunta “¿Eres tú el rey de los
judíos?”. Y ante la respuesta de Jesús “sí, lo soy”, le invade la sorpresa,
pues como los propios discípulos de Jesús, tiene la concepción de reino como
una entidad política, a la que se presupone una cierta cota de poder, que
reclama una serie de derechos para aquellos que forman parte de ese reino. Y
sin embargo, Jesús no tiene ese poder que tanto ansía el ser humano, ese poder
que siempre quiere permanecer por encima de los demás, que busca la autosatisfacción,
que exige el propio bienestar muchas veces a costa de perjudicar a los demás.
El poder de Jesús, que preside su reinado, es el Amor, la Justicia, la Paz. Por
ello los súbditos del reino de Dios no empuñan las armas para salvar a Jesús de
su injusta muerte. Por esta razón Jesús reprende a Pedro cuando éste ataca a
una soldado romano con la espada cuando prenden a Jesús en el Huerto. En este
pasaje el Señor testimonia con su propia vida lo que ya predicó: si te
abofetean en una mejilla, pon la otra. Si te roban una capa, da la túnica. No
devuelvas mal por mal, porque corres el peligro de adentrarte en un círculo de
maldad y guerra que sólo se puede parar con una buena acción, cediendo,
perdonando, siendo misericordioso. Ese es el ejemplo que nos da Jesús ante
Poncio Pilatos y ante todo el pueblo que le incrimina y que pide su muerte. Y
en nuestra vida, en muchas ocasiones tendremos que imitar el ejemplo del
Maestro, y ante una afrenta, deberemos superar nuestro orgullo y perdonar, ser
portadores de paz y de amor, porque es en cada momento de la Historia cuando va
creciendo, poco a poco, el reinado de Cristo.
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