Una comunidad se recrea cada día en la mesa de la vida, del
compartir, de la intimidad, de sentirnos unidos por el anhelo renovado de una
auténtica fraternidad y amistad.
La comunidad nace de una llamada que se
escucha desde distintas realidades existenciales, que se nos comunica por medio
de otros, que se metaboliza y discierne en lo hondo de nosotros mismos.
La comunidad convoca a la oración del
corazón misericordioso, en el que resuenan las súplicas, las alegrías,
las lágrimas y las esperanzas de la humanidad, de nuestro mundo.
La comunidad es garantía de la presencia
de la Divinidad, por medio del otro que camina a mi lado en cualquier
circunstancia, que sé que nunca me faltará cuando le necesite.
Una comunidad verdadera practica el don
del perdón liberador, de la revisión fraterna comprensiva, de la autocrítica
compasiva y favorece el crecimiento personal de todos sus miembros.
La comunidad nos ayuda a humanizarnos
(y, por lo tanto, a divinizarnos), cuando contemplamos la injusticia, el
desprecio, el abuso y nos comprometemos a combatirlos, pues no podemos
permanecer indiferentes ante los atropellos hacia los más débiles.
La comunidad es un espacio para el
encuentro gozoso de unos con otros. Para el encuentro con el otro, que en su
diferencia me enriquece, me ayuda a crecer y me invita con cariño a salir de mi
comodidad.
La comunidad es el lugar donde se
experimenta la gratuidad, la donación desinteresada al otro, como semilla y
signo de una nueva sociedad, donde se da el testimonio de que es más importante
lo que se es y se ofrece que lo que se tiene.
La comunidad nos ayuda a valorar lo que
de verdad es lo más importante, lo que tiene más interés y trascendencia, el
tesoro más valioso, el gozo de estar unidos compartiéndolo todo.
La comunidad suaviza y hace llevadera la
cruz de cada día, aceptando el carácter propio del otro, ayudándole en sus
necesidades, practicando la humildad, dejándose guiar y transformar…
La comunidad es un don y un quehacer
diario, que hay que regar, abonar y cuidar para que crezca, se fortalezca, dé
frutos y adquiera así su máxima plenitud.
La comunidad es siempre deudora de otras
personas que la precedieron y que nos han ofrecido su ejemplo de vida; de otras
realidades que se han vivido en común; de experiencias históricas que la ayudan
a caminar hacia lo que está llamada a ser.
La comunidad es una escuela de mística,
de espiritualidad encarnada, de trascendencia, vislumbrando e intentando hacer
realidad la utopía, ese otro mundo posible y necesario, que hoy no es todavía,
pero que puede ser si nos empeñamos con esfuerzo, constancia y esperanza.
La comunidad nos enseña a vivir con la
mayor naturalidad, sin doblez ni fingimiento, con sinceridad y alegría, tomando
con humor nuestra propia vulnerabilidad, nuestros defectos, y con paciencia
nuestros avances y retrocesos. Es el templo donde se celebra la vida con sus
gozos, esperanzas y tristezas.
La comunidad ayuda a vivirlo todo con
sencillez, compartiendo lo que se es y lo que se tiene, para que otros puedan
vivir con dignidad, teniendo las puertas de la casa y de cada corazón abiertas.
Una comunidad es cristiana cuando sigue
a Jesús de Nazaret, intentando vivir con sus mismos sentimientos, para buscar
de su mano una plena humanización y la unión íntima con el Misterio de la
Divinidad, el Amor que habita dentro de nosotros, en cada ser humano y en todo
el universo. Así Jesús se convierte en modelo y paradigma de una nueva
humanidad.
En una comunidad cristiana se intentan
vivir las bienaventuranzas, lo contracultural, lo alternativo de la buena
noticia de Jesús, en la realidad concreta de nuestro mundo. Por eso nunca podrá
ser conservadora, sino abierta, liberadora, en progreso continuo, renovada y
comprometida desde las fronteras existenciales de los empobrecidos y excluidos.
Solo así se disfrutará de la alegría, la paz y la felicidad verdaderas.
La comunidad que se esfuerza y desea
vivir de forma integral su fe y su vida, es un nuevo sacramento que “contiene,
visualiza y comunica otra realidad diferente a ella, pero presente en ella… una
grieta por la que penetra una luz superior que ilumina las cosas, las hace
transparentes y diáfanas”.
MIGUEL ÁNGEL MESA BOUZAS, EN Ecclesalia.
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