¡¡Ya
llega el Niño!! Está a punto de nacer. Lo sentimos en el ambiente, en las
decoraciones, en la gente que pasea por la calle pensando en los menús de
Navidad, en los regalos que va a hacer, quizás en el número de lotería que ha
comprado con la esperanza de poder pagar la hipoteca… Nosotros nos unimos a esa
alegría latente, a ese espíritu que nos impulsa a ser mejores, a salir de
nosotros mismos y preocuparnos más por los demás. Sin embargo, para nosotros
este tiempo próximo de la Navidad no es sólo un aumento de sensibilidad hacia
el otro, una mayor toma de conciencia solidaria, sino sobre todo, un tiempo de
especial alegría, porque nuestro Dios nos ama tanto que ha querido nacer entre
nosotros como uno más. Lo tenemos tan cerca que lo podemos tocar. Casi podemos
escuchar su llanto en una fría noche, envuelto en pañales, recibiendo el calor
de los animales de un establo. La Liturgia de este cuarto Domingo de Adviento
nos ilumina el camino a seguir para recibir a Dios hecho hombre, para dejarnos
abrazar por su Misericordia, para dejar que entre no sólo en nuestra casa como
una figura del Belén, sino en nuestro corazón, que debe calentar e iluminar a
todos los que nos rodean, para que a todos llegue la Misericordia de Dios. Y
ese camino no es otro que el de la humildad, la pequeñez, el abajamiento,
allanando las montañas del orgullo y la soberbia y rellenando los barrancos del
miedo y la cobardía con el Amor y la entrega. Miqueas profetiza el nacimiento
del Mesías en Belén, “tan pequeña entre las ciudades de Judá”, el pueblo
insignificante, tan cercano a Jerusalén que queda ignorado frente a la gran
urbe. La carta a los hebreos nos presenta a Jesús, el Niño que va a nacer, como
aquel que hizo siempre la voluntad del Padre, el que vino con una actitud de
entrega total a Dios, el mayor signo de pequeñez y humildad: la kénosis del
Señor, su abajamiento. Por último, el Evangelio de Lucas pone de manifiesto no sólo la humildad de
María, la “esclava del Señor” según sus propias palabras, sino los frutos de la
oración. Dios sale al encuentro de María, que le entrega todo su ser para hacer
su voluntad, y ello la llena de un amor tan puro y pleno, de una alegría tal
que siente la necesidad de salir ella misma al encuentro de los demás. La
entrega al Señor repercute en una entrega a los demás, en este caso, de su
prima Isabel, necesitada de ayuda en tan avanzado estado de gestación. El
Evangelio recoge el regocijo de ambas mujeres al saludarse, reconociendo la una
en la otra la presencia del Señor, que ha obrado milagros en las dos. Así
también el Señor obra milagros en todos nosotros cuando verdaderamente nos
encontramos con Él . Y ahora estamos en un tiempo de
gracia, que nos invita a prepararnos precisamente para este encuentro. Que su
venida nos llene de Paz, de Alegría y de Amor.
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